Bariloche: breve historia gastronómica de un ícono de la Patagonia

Empieza Bariloche a la Carta y nada mejor que repasar la cocina de este emblema patagónico para redescubrir sus sabores inolvidables.

Por Alejandro Maglione

Haber conocido el Bariloche de ayer, el de los años 50, a mitad del siglo pasado (suena rara la expresión, pero es estrictamente correcta) y compararlo con el de hoy, es un viaje en el túnel del tiempo, observando el tránsito desde un pueblo pequeño en el que absolutamente todos se conocían y mucho de lo bueno que tenía para ofrecer se conseguía a pulmón, hasta la ciudad de hoy que no para de crecer.

Por lo pronto, el viaje en automóvil era algo muy cercano a la aventura. De los 1.600 km que separan a Buenos Aires de esta ciudad cordillerana, prácticamente 1.000 se recorrían por rutas de ripio. Dependiendo de algunos imponderables, se iba por Bahía Blanca y la ruta 22; o se elegía la ruta 5 y se atravesaba un paisaje desértico, que se acababa cuando se divisaban los techos de la estación de servicio del ACA de Bajada Colorada.

Foto: Archivo Visual Patagónico.

A veces había que quedarse a pernoctar en la localidad de Piedra del Águila, donde había una suerte de posada “de la francesa” (así se conocía), y el alojamiento consistía en una habitación común donde dormían 5, que carecía de calefacción en invierno, por lo tanto, obviando consideraciones de higiene, había que acostarse vestido, sacudiéndose el polvo del camino que se había impregnado en toda la ropa.

En aquel Bariloche, en el invierno se tomaban clases de ski con Otto Meiling en el cerro Otto (que nunca pensó en llamarse así por este querido personaje), lugar elegido por los primeros esquiadores para practicar este deporte. En 1937, alguien en Parques Nacionales resolvió contratar al campeón mundial de ski, Hans Nöbel, para dar mayor visibilidad al ski como atracción turística del lugar. Nöbel eligió al cerro Catedral como el lugar con mejor acceso y nieve segura, lo que instaló la puja que no cesó nunca con el recordado Meiling.

Las clases con Meiling consistían en llegar hasta su cabaña, que todavía se conserva, y de allí partir a hacer cumbre para tomar la clase descendiendo nuevamente a esa cabaña. Se usaban unos zapatos de cuero con suela de goma que pesaban “una tonelada” y los esquíes eran de madera de lenga o de hickory, que pesaban “otra tonelada” e iban amarrados los pies con correas de cuero. Por lo tanto, una caída regular, solía tener pronóstico de quebradura.

El regreso a la cabaña de Meiling significaba almorzar allí y el cocinero era el mismo Otto, que, si el día acompañaba, mientras se hacía la comida, aprovechaba y se ponía el trajea de baño para tomar baños de nieve en la terraza que aún existe. Sin duda, la Escuela de Ski Tronador que él dirigía ofrecía experiencias increíbles.

Como fuera, el cerro Otto tenía la suficiente nieve como que permitía bajar esquiando hasta la ruta al Llao-Llao, más conocida como “la Bustillo”, justo frente al hotel Parque, hoy Alma Hotel.

Aquel Bariloche todavía no había recuperado el bosque que hoy tapa la vista al Nahuel Huapi en el recorrido hacia el Puerto Pañuelo, un exagerado desmonte hacía que el lago estuviera casi constantemente a la vista.

Bariloche fue creciendo. La construcción del hotel Catedral consolidó a aquel cerro como el centro de ski por excelencia. El cable carril, que demoró su construcción por causa de la Segunda Guerra Mundial, fue una razón más para hacer menos sufrida la práctica de los deportes invernales. Luego vino el ski-lift, un sistema de cinturón, soga y gancho que se enganchaba en un cable de acero y ahí iba uno arrastrado por la nieve como en un primitivo t-bar.

La gastronomía demoró en salir de los hoteles: lo normal era comer en el que uno se alojaba. Pero también estaban los hoteles, que con el correr de los años, permitían que quienes no se hospedaban pudieran acceder al restaurant. En este caso fue emblemática la cocina del hotel El Casco cuando la regenteaba la baronesa Ruth von Ellrichshausen.

Fue en este hotel donde el actor Carlos Perciavalle aseguró haber visto a un Hitler avejentado, lo que provocó un escándalo –amén del disgusto de Ruth-, para finalmente desdecirse de semejante disparate. Como sea, la baronesa colocó la vara de la gastronomía barilochense lo suficientemente alta como que igualar su calidad de cocina no fue fácil. Ella vivió hasta los 97 años en una casa al lado del hotel, que vendiera muchos años antes.

Como legado quedó un libro con sus recetas, que propone platos que se alejan de la fiebre que comenzaba a imperar de considerar alta cocina montañesa a la carne de ciervo o jabalí abusadas de salsa agridulce, o la costumbre de presentar la trucha dentro de un plato hondo de peltrina en el que venía sumergida en una salsa cremosa de sabor anodino.

El hotel Llao-Llao, por su parte, tuvo un largo período de permanecer cerrado. Pero próximo a él está el hotel Tunquelen, que en vida de Franco Iachetti, cabeza de la familia propietaria allá por los ’90, era un espacio ideal para almorzar con una de las mejores vistas del lago Nahuel Huapi.

Cuando compraron el hotel, lo invitaron al expresidente Arturo Frondizi, que había estado detenido allí durante casi un año, para que les indicara que detalles de los salones o el comedor habían cambiado. Se dice que don Arturo, el mayor señalamiento que hizo fue la ausencia del frente de bronce que había tenido la enorme estufa del comedor.

Años después, aparecieron también restaurantes cancheros como el Dirty Dick’s, que Dick, su dueño original, concibió como un pub inglés donde se comía y bebía, allá en los años ’80 y ’90. Tenía mucha onda para la gente joven y su plato célebre era una sopa de queso que protegía sólidamente contra el frío a quien la consumiera. En rigor, al Dirty se iba a estar con los amigos y tenía mucho del objetivo de ver y ser visto.

Poco a poco fueron surgiendo las parrillas que hoy se apiñan a lo largo de la Bustillo, que serían la antesala de El Boliche de Alberto, donde el octogenario Alberto Pérez, al día de hoy, recibe a cientos de comensales en los locales con que cuenta.

La gastronomía siguió mejorando al par que Bariloche iba creciendo, inexorablemente. Hasta que por fin aparecen escuelas de cocina, como la que se llama El Obrador, donde su director, Emiliano Schobert terminaría compitiendo en dos oportunidades en el Bocuse d’Or, uno de los principales concursos gastronómicos del mundo.

Actualmente, Bariloche también exhibe una activa Asociación Empresaria Hotelera Gastronómica, que desde hace 6 años le encomienda a Lucio Bellora la tarea de organizar Bariloche a la carta (BALC), un encuentro que vuelve a convocar a una constelación de cocineros locales e invitados.

Se mezclan los nombres de Pablo Buzzo, Maru Botana, Mauricio Couly (que quizás hoy sea el quesero mayor de la Argentina), Felicitas Pizzarro, Federico Domínguez Fontán, Patricia Courtois, Marina China Müller, Julieta Caruso, Pablo Quiven y la lista sigue.

BALC no cesa de crecer, lo que además se nota en el listado de sponsors, que advirtieron que ya es una fiesta de la gastronomía que validó la propia comunidad de Bariloche. Su feria, por ejemplo, montada en el Centro Cívico convoca a 50.000 personas.

De aquel Bariloche en el que los turistas se encerraban a comer en los hoteles podemos decir que no queda nada. ¿Nada? Bueno, en realidad queda la imponencia del lago Nahuel Huapi; esa visión omnipresente del cerro López, su Olla y el famoso Filo Norte; un circuito turístico que atraviesa la ciudad que se desarrolla por rutas estupendas que arranca en San Martín de los Andes y llega al Lago Puelo. Ah, y queda Bariloche a la Carta, nada menos.


Author: Alejandro

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1 comment

  1. Gustavo Nogués dice:

    Leer a Maglione es ingresar en su mundo de vivencias, es aprender entre anécdotas, hechos actuales. Es rescatar lo grandioso del ser humano y por supuesto, aprender de la gastronomía del lugar a donde nos lleva a visitar imaginariamente.

Comentarios

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