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Cargos adicionales: reflexiones sobre un tema que irrita a comensales y provoca debate entre empresarios gastronómicos

Cobrar por compartir un plato es uno de los ítems que más rechazo provoca en la clientela de un restaurant.

Por Alejandro Maglione

El tema no es ciertamente nuevo, y como botón de muestra una de las primeras notas sobre el tema se remonta al año 2008, es decir, 13 años atrás.

La cosa pasa por los cargos adicionales que aparecen en las facturas de algunos restaurants a la hora de pagar, porque, en una buena proporción, aparecen como esos baldazos de agua servida que en el medioevo se tiraban por la ventana sin previo aviso.

Por lo tanto, la novedad no es tal. Es un hábito comercial nacional desgraciadamente bastante extendido.

Basta recordar lo que sucede con las tarjetas de crédito, que cuando uno va a pagar se encuentra con “descuentos” por pago en efectivo: pagar con tarjeta tiene su castigo.

Y encima el descuento-premio no supera nunca un 10%, cuando hasta los chicos de escuela saben que el efectivo va directamente al “negro”, donde desaparecen el IVA, Ingresos Brutos, Ganancias, por lo que, para el comerciante, significa un “ahorro” muy superior a este porcentaje.

En estos días, la perdiz la levantó una batalla de tuiteros porque, en un restaurant, a un cliente le cobraron un recargo por compartir el plato.

Esto de la crítica por Twitter es un tema pegajoso: suele tener cierto olor a crítica anónima, a tirar la piedra y esconder la mano, a la que suelen sumarse “comentaristas” comedidos, que al igual que el autor del libelo, nadie reconoce la autoridad que debería emanar de los criticones.

Y si hay algo de lo que los argentinos entendemos mucho es de opinar de todo.

Desde hace más de 40 años existe una norma emanada de la Secretaría de Comercio de la Nación que ordena que todo concepto adicional de un menú debía estar incluido en el precio del plato, para que no haya sorpresas para el cliente.

Luego apareció el gobierno de la ciudad de Buenos Aires –en 2014– y dijo que el rubro “cubierto” se podía incluir si estaba acompañado del servicio de panera y agua.

Esto, seguramente hecho a las apuradas, no contempla el derecho, que sí se reconoce en España, de rechazar la panera y por lo tanto desprenderse del indeseable cargo.

Además, hablemos con franqueza: ¿quién controla que haya o no panera? Más aún: ¿qué debe contener una panera para que haya derecho a cobrarla? Otro asunto peliagudo y confuso.

La mencionada normativa de la Secretaría de Comerciao también apuntó a terminar con el maldito laudo, una institución siniestra inmemorial, fuente de todo tipo de tropelías y conflictos entre el dueño del restaurant y sus mozos.

Era un porcentaje del monto bruto de la factura, generalmente un 20%, que se suponía reemplazaba a la propina. Cuando fue lanzado allá por los años ’50, el slogan era: “La propina denigra a quien la da y a quien la recibe…”.

Entonces, pasaban varias cosas:

a) El mozo, con laudo y todo, deseaba “ser denigrado”, así que miraba con insistencia al cliente cuando llevaba la factura a la mesa, esperando que al laudo se le sumara la propina.

b) Algunos dueños de restaurants se “olvidaban” de liquidar correctamente ese 20%, y eso, siempre y cuando lo liquidaran.

c) Los mozos tenían en sus manos un arma temible, porque cuando hacían juicio de despido, obtenían del juzgado una auditoría sobre los ingresos, que consistía en un señor instalado en la caja durante un mes, mirando lo que entraba en concepto de facturación. Se llamaba “punto fijo” y era ¡mortal!

Cuando sucedía esto último, algunos dueños se tomaban el trabajo de llamar a los clientes habituales y pedirles que no fueran a comer por un tiempo… Créalo o no.

Para no seguir abundando sobre un tema trillado, diría que el concepto correcto debe ser: en el precio de los platos deben estar incluidos todos los costos que se generaron hasta servirlo en una mesa para que lo consuma un cliente.

Todos, y si se olvidó de alguno, es problema suyo.

Y la propina es cosa del cliente: el mozo habrá de recibirla en proporción a la calidad de servicio que haya brindado. Si hay algún desvío, los habituales y desproporcionados recargos sobre el precio del vino, deberían cubrirlos…

Y ahí está la madre del asunto: no son tantos los restaurants, como buena parte de las empresas pymes de nuestro país, que saben calcular sus costos adecuadamente, tarea titánica encima en un contexto de inflación desbocada.

Entonces, los herederos de aquellos gallegos gastronómicos del siglo pasado recurren al viejo sistema de “bigote y techo”, ese gesto de mecerse el bigote, mientras se semblantea al cliente de reojo y luego se mira al techo diciendo “¿qué te puedo cobrar?”.

Entonces, la solución, para algunos, es mirar la caja, ver cuánto falta para pagar mozos y proveedores, y sin detenerse ni un minuto ver si pueden balancear los costos de alguna forma, incluso cambiando el menú, ¡zás! Palo al cliente.

¿Qué se puede hacer? Mire, por ejemplo, la carne de vaca sube y sube sin parar. Es el plato nacional, no hace falta decirlo, y la pregunta es: ¿usted vio crecer la oferta de platos que tengan al cerdo por protagonista?

Insistimos, no tocar la calidad de la comida que se ofrece, pero empezar seriamente a trabajar con el concepto de “comida del mercado” o el de “kilómetro cero”, que significa no recargar costos evitables en la billetera de los clientes.

En este mismo espacio, en abril del año pasado comenzamos a abrir el paraguas pidiendo amortiguar las consecuencias de la cuarentena –ignorando que sería eterna y poco efectiva– para la gastronomía como tal.

Y a la vez que se le pedía prudencia al fisco, se sugería a los actores ajustar al máximo sus costos, frente a una clientela que saldría de ese período con sus billeteras significativamente adelgazadas. Es decir, desde la primerísima hora nos pusimos, como ahora, del lado de la gastronomía.

También tenemos en cuenta al “cliente piola”, el que se las sabe todas. Va con la novia, comparten plato y botellita de agua mineral, completando la salida a comer de manera tal que al restaurant se le complica cubrir sus costos.

Y como lo que no está prohibido, está permitido, seamos justos: el recargo al plato compartido, debidamente anunciado en el menú, hay que pagarlo. O, ejercer el sagrado derecho de levantarse e irse sin consumir nada.

Finalmente, ¿qué dicen algunos protagonistas?

Gustavo Cano –dueño del Dambleé–, Juan Pablo Caorsi –factótum de Lo de Jesús y La Malbequería–, Julián Díaz –dueño de Los Galgos, Roma, el 878 y La Fuerza–, entre otros, fueron categóricos en que jamás cobrarían ese plus por plato compartido.

Miguel Grincajger, fundador y gerenciador del Lola de Recoleta durante lustros, fue categórico: “Muchos dicen: con eso pago el alquiler y nadie se da cuenta. Son bolicheros. No entienden cómo es la contribución marginal y por eso se funden… Pero a algunos igual les va bien”.

Conclusión, lo dicho: lo que no está prohibido, está permitido, con lo que cada uno pilotea su nave de la manera que le parece.

Y si hubo alguien exitoso en la gastronomía fue el recordado Paul Bocuse, que solía recordar: “Se necesita poco para hacer las cosas bien, pero menos aún para hacerlas mal”.

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