El salame de Tandil es, entre los embutidos argentinos, uno con mucho prestigio.
Porque es uno de los 8 alimentos nacionales que cuenta con Denominación de Origen (D.O.), lo que permite distinguir a un producto local por la calidad con que es producido.
Si en 2011 se logró obtener la importante certificación para aportarle valor a este salame, el secreto de su éxito sigue siendo el mismo: buen clima, excelentes pasturas y un ganado de calidad superlativa.
Pero este notable suceso culinario no hubiera sido posible sin el aporte de los inmigrantes europeos que se establecieron en la zona, con sus técnicas de curado de carnes.
Los primeros embutidos fueron elaborados en la región hacia fines del siglo XIX.
El salame de Tandil siempre fue picado grueso y para cumplir con su D.O. tiene que ser elaborado con ingredientes de la región, la alimentación del ganado vacuno tiene que ser a base de pasturas, y el porcino, a base de maíz.
Las proporciones específicas del salame tienen que ser 50% de cerdo, 25% de vaca y 25% de tocino.
Se lo estaciona y cura en Tandil, con un atado y etiquetado que son realizados a mano, uso de tripa natural y molienda de los condimentos (pimienta blanca, pimienta negra, coriandro, nuez moscada y ajo) en el momento en que se elabora.
Una de las claves de su sabor tiene que ver con el proceso de maduración de la carne, que tiene que alcanzar los 30 días.
“Se trata de una fermentación bacteriana, un proceso donde se descompone la carne y eso forma una cierta diversidad de ácidos que toman un gusto especial que sabe a curado. Pero el toque se lo confieren las especias”, explicó a Clarín Pablo Cagnoli, miembro del Consejo que preserva la Denominación de Origen.
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