En cada cultura existen platos que, más allá de lo nutritivo, cumplen un rol emocional. Son preparaciones que evocan recuerdos, brindan calma y generan una sensación inmediata de bienestar. A eso se lo conoce como comfort food.
El término, originado en Estados Unidos a mediados del siglo XX, se popularizó para describir a esos alimentos que remiten a la infancia, a la familia o a momentos significativos. Suelen ser recetas caseras, de elaboración más bien sencilla, con sabores reconocibles y texturas reconfortantes. En ese momento, algunos ejemplos eran el mac and cheese o la sopa de pollo.
En Argentina, ejemplos clásicos de comfort food son las milanesas con puré, el guiso de lentejas en invierno o un plato de fideos con tuco y queso rallado. También entran en esta categoría postres como el arroz con leche o la chocotorta.
No se trata de sofisticación ni de técnicas complejas, sino de la capacidad de un plato de transmitir cercanía y contención, además de evocar a la nostalgia.
Los psicólogos explican que la atracción por el comfort food está vinculada al recuerdo: cuando probamos un sabor asociado a experiencias pasadas, nuestro cerebro libera dopamina, la hormona del placer. Por eso estos platos funcionan como refugio emocional frente al estrés o la tristeza, y también como celebración en momentos felices.
En otras cocinas del mundo, el concepto se manifiesta de distintas maneras. En Italia, una lasaña casera; en Japón, un bowl de ramen caliente; en México, un tamal recién hecho. Más allá de las fronteras, todos compartimos la búsqueda de esa comida que abriga el alma.
El comfort food, entonces, no es una categoría rígida sino personal y subjetiva. Lo que reconforta a uno puede no tener el mismo efecto en otro. Pero lo cierto es que detrás de cada bocado hay un hilo invisible que conecta la memoria, la emoción y el placer de comer.
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