Confitar es una técnica de cocción lenta y controlada en grasa o aceite, pero a baja temperatura. A diferencia de freír, que busca dorar y generar una textura crujiente mediante el choque con aceite muy caliente, el confitado apunta a una cocción pareja y delicada, que preserve la humedad y textura original del alimento. Mientras que una fritura se realiza a unos 170° o 180°, en el confitado la temperatura no suele superar los 90°.
El verdadero secreto está en el ritmo: en lugar de burbujear, el aceite apenas debe moverse. Así, los ingredientes se cocinan desde adentro, manteniendo su jugosidad y desarrollando un sabor más redondo. Por eso, el resultado nunca es crocante, sino tierno y untuoso.
En la cocina francesa, el confit de canard (pato confitado en su propia grasa) es el ejemplo más clásico, pero también se aplica a vegetales como el ajo, los tomates o las cebollas, que al confitarse ganan una textura sedosa y un dulzor natural.
En el terreno dulce, “confitar” tiene otro sentido: cocinar frutas o cáscaras en almíbar hasta que el azúcar las impregne y actúe como conservante. Es lo que ocurre con las frutas glaseadas o las cáscaras de naranja confitadas.
Incluso en la cocina cotidiana hay ejemplos de confitado que pasan desapercibidos. El más claro: la tortilla de papas. Antes de unirse al huevo, las papas se cocinan despacio en abundante aceite, sin dorarse, hasta quedar blanditas y brillantes. Esa cocción lenta -más cercana al confitado que a la fritura- es la que marca la diferencia entre una tortilla cremosa y otra seca o crocante.
Confitar, en definitiva, es una técnica que exige control y precisión. Al trabajar con temperaturas bajas y tiempos más largos, se logra una cocción uniforme que potencia el sabor natural de los ingredientes y mejora su textura.
Más que una cuestión de paciencia, se trata de entender cómo el calor actúa sobre las grasas y las fibras para obtener un resultado más equilibrado y con más sabor.
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