¿Poesía y gastronomía van de la mano? En muchos casos sí, y quizás el más patente sea el encuentro de dos genios de la literatura mundial que, además, eran aficionados al buen comer. Uno de ellos no es ni más ni menos que Pablo Neruda, el laureado poeta chileno que supo componer, entre otras maravillas, la Oda al Caldillo de Congrio, una de las piezas literario-gastronómicas más importantes del idioma castellano.
Durante su exilio en Europa, más precisamente en Budapest (en 1965), frecuentó a Miguel Ángel Asturias, guatemalteco y también Premio Nobel de Literatura. Pero además de la sangre latinoamericana los unía el amor por la buena mesa, así que ambos solían comer juntos con regularidad. Parece que durante ese tiempo los poetas desarrollaron una debilidad por la cocina local, lo que los llevó a escribir un curioso libro llamado “Comiendo en Hungría”.
Neruda cuenta que, en comparación con los poetas decimonónicos, el suyo era el tiempo de los poetas gordos (¿Cómo sonaría “La Sociedad de los Poetas Gordos”?). Cuando en 1938 vivía en París con su amigo Rafael Alberti, ambos medían su silueta frente a las obras completas de Víctor Hugo que se exhibían en la vidriera de una librería. “Rafael, desalentado, exclamaba: -Ya estoy pasando al quinto tomo de Los Miserables-. Y yo a mi vez, después de controlarme, le respondía: -No he aumentado. Alcanzo solo a Notre-Dame de París”.
El chileno y el guatemalteco (Premios Nobel de Literatura en 1967 y en 1971, respectivamente), hacen odas al goulash, a la páprika, a las sopas, a los restaurantes de Budapest y al vino Tokay, entre otras creaciones. Pero Asturias y Neruda no fueron los únicos literatos glotones. Petronio con su Trimación, Balzac con su afición a la buena mesa, en particular hacia las espirituosas y el café, el Marqués de Sade y François Rabelais, entre otros, integran la lista de las plumas de buen diente.
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