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Las veredas de los bares y restaurants sanan, no enferman

Casi como un pedido de libertad, uno de nuestros expertos cronistas gastronómicos, reflexiona sobre este complicado momento social.

Por Alejandro Maglione

Los argentinos somos gente de vivir la vereda, especialmente los que habitamos de la zona templada hacia el Norte (Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Mendoza, Santiago del Estero, Chaco, Corrientes, etcétera) y, por supuesto en los veranos de las zonas patagónicas, San Martín de los Andes, Bariloche, Puerto Madryn, entre otros, también son de la partida.

Somos “verederos”, más aún los más viejos y lo somos desde nuestra infancia. Los que pintamos más de 60 años, quien más quien menos, tenemos recuerdos de los amigos con que nos juntábamos en la vereda a realizar alguna actividad, aunque fuera simplemente el mirar y comentar la gente que pasaba.

Los que nieguen haber pasado largos ratos en veredas como la de La Biela en el barrio de la Recoleta, si son porteños y además medio cajetillas, mienten.

¿Quién no conoce la cueca de Zabala y Alfonso que honra a la “Calle Angosta” de Villa Mercedes, San Luis, aquella de “una vereda sola”? Tal la importancia de una vereda para que le canten los puntanos. ¿O acaso no saben que en Mendoza hay barrios donde hasta hay concursos que premian la vereda mejor mantenida?

Hay un poema de Julio Cortázar que se llama “Veredas de Buenos Aires” (Trottoirs de Buenos Aires –traducción del autor-) y que dice: “De pibes la llamamos: “la vedera”/ Y a ella le gustó que la quisiéramos…/ Después, ya más compadres, taconeando/ Dimos vuelta manzana con la barra…/ A mí me tocó un día irme muy lejos/ Pero no me olvidé de las “vederas”…”. Edgardo Cantón le puso música y allá por 1980 el Tata Cedrón la grabó estando en París.

Las veredas son cosa muy seria y hay que ser cuidadoso al reglamentar su uso. Hace a la esencia de una de las tantas costumbres nobles de nuestros compatriotas. Una de las perversiones de los gobiernos militares era hacerles sentir a los ciudadanos que el uso de las veredas y los espacios abiertos no eran de uso libre.

Sentarse en una plaza a tocar la guitarra con amigos atraía rápidamente a la policía, que controlaba el grado de proximidad a los “hippies” que tenía ese grupo. Aprendimos que uno de los atributos fundamentales del ser ciudadano de un lugar o un país, era el libre uso del espacio público.

Por eso muchos saludamos que podamos volver a sentarnos en una mesa en la vereda a compartir un café o un plato de comida con amigos. Ese contacto, cuidado, con barbijo mientras no se come o bebe, guardando la distancia, etcétera, es sanador. Sana las mentes que vienen sufriendo la atrofia del aislamiento.

Los argentinos hacemos un culto de la comensalidad. No es lo nuestro el comer o beber solos. En muchos países europeos ir al teatro conllevaba el compartir una cena luego del espectáculo. En países como el nuestro, salir a comer o tomar algo ES el programa. Por ahí, antes o después vamos a ver una película o nos damos un gusto viendo el buen teatro que siempre ofrece Buenos Aires.

Nadie se contagia de nada en una vereda. En el caso puntual de los adultos mayores –mal llamados viejos–, un 90% de las muertes por esta miserable pandemia se ha producido en los pobres que estaban alojados en alguno de los malos geriátricos que no guardaron el debido cuidado ni respetaron los protocolos de sanidad. Los viejos no se contagiaron tomando una copa sentados al solcito y departiendo con amigos de la vida. Los mató el encierro.

Las escenas de camiones hidrantes municipales que en el conurbano circulaban tirando agua con lavandina por las calles fueron ridículas. Fue un “hacer como que hacemos”, insultando la inteligencia de la gente, que debía pensar que el virus estaba esperando en el pavimento para contagiar al que cruzara por la esquina.

No hay que bajar los brazos. La campaña de atemorizar a la gente para que no se permita salir a pasear por las veredas de su barrio sigue en pie. Es más subliminal. Cuenta con comunicadores al servicio del encierro que cobran puntualmente sus sueldos, mientras otros cumplen 6 meses impedidos de trabajar.

Insistimos: los que vivimos la última dictadura, una de las mejores formas de sojuzgar a los ciudadanos fue recordarles constantemente que el espacio público pertenecía a la autoridad no a ellos.

Además de sanar, el comer una pizza o una milanesa en una mesa en la vereda, cumplimos otra enorme función social: ayudamos a recuperar a nuestra sufrida gastronomía, para que vuelva a dar miles de empleos directos y otros tantos indirectos a través de sus proveedores.

Concluimos con una cita del Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como con la honra, se puede y debe aventurar la vida”.

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