El innegable aporte gallego a la cocina porteña

La empanada gallega no tiene atún y otros saberes imperdibles en esta nota clave para entender qué comemos los argentinos.

Por Alejandro Maglione

Haber recorrido la provincia de Ourense de mano del ENBIHGA 2019 (Encuentro Bioceánico de Hotelería y Gastronomía), permitió que nos diéramos cuenta de que los gallegos propiamente dichos no tienen mucha conciencia de la importancia de su presencia en el Río de la Plata.

Muchos piensan que los “gallegos” auténticos, el encomillado viene a cuento de la costumbre argentina de llamar de ese modo a todo inmigrante español que se instalara en nuestro país, se hicieron presentes en los finales del siglo XIX o comienzos del XX, aunque no debemos olvidar que somos la continuación del Virreinato del Río de la Plata, que estaba generosamente poblado por criollos y españoles. Bastante más tarde nuestro territorio conocería la inmigración italiana, acompañada de la llegada de otros europeos.

En la colonia no se puede soslayar el papel del batallón denominado Tercio de Gallegos que se formara para combatir en las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807, que se destacaron por una bravura en alguna de sus batallas por la reconquista dentro de Buenos Aires, que hizo que pelearan hasta ganar con la balloneta calada porque se les habían acabado las municiones.

Estos gallegos puros fueron convocados por Pedro Cerviño –a quien recuerda una concurrida calle del barrio porteño de Palermo– que, habiendo fundado la Escuela Naval en 1799, contaba con personal formado para el combate, porque los marinos mercantes de entonces debían estar preparados para resistir algún embate pirata durante sus viajes.

Pero si de la cocina se trata, entonces sí debemos allegarnos a las postrimerías del siglo XIX y más precisamente a toda la primera mitad del siglo XX. Fueron los gallegos, a veces españoles de otro origen, los que se encontraron con una cocina porteña en general pobre de propuestas.

Las clases adineradas recurrían a cocineros franceses que les preparaban especialidades en sus cocinas. Pero la cocina de los incipientes bares y restaurantes necesitó de la presencia y esfuerzo de los gallegos para diversificar y mejorar la oferta gastronómica de los porteños.

Manuel Corralvide, gallego aporteñado, historiza en un largo párrafo lo que él considera fue el aporte gallego a los bodegones que llega a nuestros días: “Tortillas de papas con chorizos, carnes al horno mechadas y adobadas, papas ‘a la española’, versión libre de empanada gallega, arrollados de carne, arroces caldosos o melosos (a veces con el nombre de paellas), buñuelos y croquetas, salpicones, lenguas guisadas o en vinagreta, escabeches, riñoncitos asados o estofados, hígado encebollado, merluza a la gallega o frita, corvina, o besugo a la gallega, pulpo a la gallega, conejos, ranas, callos (mondongo) a la gallega, budines de verdura, papas, zapallitos y pimientos rellenos, guiso de lentejas, ternerita a la española, puchero a la gallega, o criollo con más carne de ternera y choclo, pescados a la parrilla o plancha, pollos rellenos (son famosos los capones de Villalba)”.

Efectivamente, la visita a Ourense reveló que el añadir chorizo a la tortilla es típicamente gallego, que tienen una especial habilidad con los embutidos. La otra revelación fue que la “empanada gallega” monoproducto –el atún– y con tapa de hojaldre es otra creación porteña. Galicia tiene docenas de recetas de rellenos para la empanada gallega, donde directamente ni figura el atún. Y la tapa no suele ser de hojaldre, sino de masa del pan.

Como bien lo recuerda Corralvide, los inmigrantes también se encontraron con la disponibilidad de carne a precios irrisorios, cosa que enamoró a los europeos, sobre todo a aquellos que habían padecido las penurias de las guerras. Esa generosidad se volcó por ejemplo a los pucheros, que adquirieron una sabrosura incomparable con la presencia de abundantes cortes de carne y el infaltable caracú (tuétano) que provocaba bataholas en la mesa familiar si no había una porción para cada comensal. Claro que los chorizos y las morcillas también hacen de las suyas a la hora de aportar sabor.

¿Masa de pan? He allí otro aporte gallego a los porteños. Nos enseñaron a elaborar magníficos panes, y de paso aceptaron regalarnos con las medialunas francesas y otras delicias para entretener el paladar a la hora del desayuno, el mate o el té. Pero en Galicia se elaboran al día de hoy recetas de pan que vienen del año 1.200, que son una delicia en la que se usa la masa madre como base.

Nuestro gallego porteño también lista postres, que los argentinos consideramos propios y para Manuel bajaron de los barcos llegados de Galicia: “Entre los postres, eran infaltables los flanes, arroz con leche, brazo de gitano (similar al pionono), manzanas asadas, tarta de manzanas, torrijas, castañas o higos en almíbar, leche frita, tarta de almendras, filloas (panqueques), tortilla quemada al ron (llevada por los indianos de Cuba a Galicia, y traída por los inmigrantes de Galicia a Buenos Aires)”.

Otra curiosidad de esa cocina porteña desarrollada por los “gallegos” fue el tener que adaptar sus menús al paladar italiano de los inmigrantes de este origen, que a medida que progresaron fueron incorporando el hábito de salir a comer con sus familiares y amigos. Esto generó la paradoja de españoles cocinando cocina ítalo-porteña.

Los bares manejados por gallegos fueron una institución barrial inolvidable. Recordemos aquellas primeras emisiones de Polémica en el bar, el programa creado por Gerardo Sofovich: detrás de la barra y atendiendo a los parroquianos estaba un gallego de ojos saltones, que actuaba a la perfección Alberto Irízar. Ocasionalmente se lo consultaba sobre el tema que estaba a punto de generar la gresca habitual de los finales y su respuesta regularmente demostraba prácticamente no tener idea de lo que se trataba la discusión.

En otras referencias de la cultura popular, dos historietas popularizaron la figura de los gallegos en Buenos Aires: la Ramona de Lino Palacio y el entrañable Manolito de Quino, que formaba parte de la barra de su Mafalda.

El “gallego” del bar era parte de la familia. Era amigo de sus clientes. Solía fiarle cuando venían los malos tiempos. Prácticamente no hacía falta que sus clientes ordenaran el plato que comían habitualmente, el gallego lo recordaba a la perfección y lo ordenaba sin esperar la comanda del mozo. También era prestamista llegado el caso.

En esos bares de gallegos, en un Buenos Aires que demoró decenas de años en generalizar el servicio telefónico, se recibían mensajes para los clientes, que a su vez se les permitía usar el teléfono del lugar para responderlos (el teléfono no era medido, solo se pagaba un abono mensual).

Hasta la política española se meneó en aquellos bares de “gallegos”. En la Avenida de Mayo sobrevive el bar Iberia, que fuera un bastión de los españoles republicanos en el exilio. Justo enfrente estaba el bar Español, donde se daban cita los simpatizantes del franquismo. Algunos historian peleas memorables entre los clientes de ambos establecimientos. El Español desapareció, pero sobrevive el Iberia como depositario de estas historias de los años ’30.

Todo homenaje es poco para reconocer la influencia gallega en nuestro país y particularmente en Buenos Aires. Si es cierto aquello de “somos lo que comemos”, bueno, debemos ser todos medio gallegos.


Author: Alejandro

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2 Comentarios

  1. Sergio dice:

    Excelente nota. Mucha data de la buena como Maglione nos tiene acostumbrados

  2. Itati dice:

    Excelente repaso de nuestros hermanos europeos que tanto aporte han hecho no solo en la arquitectura también en la cocina

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