Parece que el helado hubiera estado ligado a la Argentina desde antes de la Revolución de Mayo. Sin embargo, de acuerdo con la Asociación de Fabricantes Artesanales de Helados y Afines, a diferencia de lo que sucedía en Buenos Aires durante los tiempos de la Colonia, en las provincias andinas se tomaban “raspadillas” y “cremoladas” hechas con hielo de las sierras y Cordillera, triturado y saborizado.
Efectivamente, los primeros helados llegaron a Cuyo y al Noroeste antes que al Río de la Plata, lo que no es de sorprender dado el acceso que tienen esas regiones a las nieves andinas.
En Buenos Aires la historia fue diferente. El hielo, materia prima indispensable en aquel entonces para elaborar helado, llegó por primera vez a la ciudad en 1824 de la mano de un genovés llamado Caprile, que importó barras de hielo envueltas en aserrín que traía desde los Alpes italianos. Así comenzó la provisión regular de hielo hacia estas costas.
Hacia 1855, la venta de helados resultaba algo habitual en cafés como De la Victoria, de la Armonía, del Águila y de las Flores, entre otros, pero fue el Café del Plata el primero en incluirlos en el menú, servidos en copas alargadas como barquillos. Otra curiosidad es que, en 1857, el viejo Teatro Colón contaba con heladeras con capacidad para guardar mil toneladas de hielo para proveer a cafés y restaurantes.
El gran salto se dio cuando el alsaciano Emilio Bieckert comenzó a fabricar en 1860 hielo en su cervecería, lo que permitió que el helado, sin ser masivo, se volviera algo popular. Pero el helado argentino, tal como lo conocemos hoy, no se explica sin la inmigración italiana. Porque la primera vez que se creó helado en Europa fue en Sicilia (gracias a los árabes), y luego fue enriquecido con crema de leche en el Véneto.
De hecho, dos de las heladerías más antiguas de Buenos Aires fueron creadas por italianos: El Vesubio, fundada en 1902 por Alfonso Cositore, y Saverio, creada por Francesco Saverio Manzo en 1909, ambas con amplios salones para que sus clientes pudieran probar sus productos. Muchas de estas familias trían su know how de regiones como Piave di Cadore y otros pueblos aledaños.
A estas siguieron otros como El Aeroplano o Heladería Fain, en Haedo, al mando del maestro heladero Timoteo Fain. En la década de 1920 también pusieron su negocio los hermanos Zannetin. Y a ellos, con posterioridad, se fueron sumando apellidos como Montefuso, Giardini, Franza, Sacannapieco y Cimino, entre otros heladeros destacados, que, con paciencia y tesón, fueron construyendo el ADN de la heladería nacional.
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