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El Gato Viejo, el restaurant más raro de Buenos Aires

El legendario Carlos Regazzoni sigue sorprendiendo con una atípica propuesta ubicada dentro de un atelier, a metros de la estación de Retiro.

Carlos Regazzoni parece un dios pagano, de esos que menciona el Antiguo Testamento. Su rostro parece esculpido con un hacha como una escultura de Bourdelle, aunque en realidad podría estar tallado por los vientos patagónicos, donde pasó buena parte de su infancia.

Su padre trabajaba por esas latitudes, en los ferrocarriles, que han dejado una señal indeleble en la obra del hijo. Es que Regazzoni es un artista que entre otras cosas gusta de hacer esculturas, algunas de ellas gigantescas, básicamente con chatarra ferroviaria.

Pero lo que aquí interesa es que su atelier estratégicamente ubicado en los galpones ferroviarios de Retiro, a la altura de Suipacha y Av. del Libertador, los fines de semana funciona como restaurant.

Regazzoni está visiblemente molesto: “Con las obras aledañas que llevaron a cabo, rompieron algunas obras y bloquearon parte de la entrada, lo que durante un tiempo complicó el acceso”. Pero más allá de los perjuicios sufridos, no hay duda de que El Gato Viejo es el restaurant más raro de Buenos Aires. ¿Algún comensal se imagina lo que es sentarse en un enorme galpón rodeado de esculturas hechas con chatarra, donde reina una salamandra gigante que parece la caldera de un barco, y un horno de barro que bien podría albergar un vacuno?

Estas excentricidades son parte de la propuesta que el artista-cocinero ofrece, un lugar que puede gustar o no, pero que a nadie deja indiferente (aprensivos abstenerse porque la higiene no es el fuerte de la casa).

Regazzoni se mueve como Vulcano en su fragua, entre fuegos e hierros. Allí se pueden comer platos de inspiración, en función de lo que el anfitrión encuentre en el mercado. Sin embargo, tiene algunos clásicos. “No falta el lomo de jabalí, la estrella de la casa. Es un animal de caza que viene de unos campos en Balcarce. También preparo ravioles de borraja, producto muy ferroviario porque crece al costado de las vías. Recuerdo que de chico comía los que una cuadrilla de volante, en Bahía Blanca, amasaban sobre una zorra. Eran inigualables”, confiesa el dueño de casa.

Otro de los clásicos es la polenta a la tabla, que hago con un ragú de liebre, pero ahora no lo ofrezco porque no es temporada de caza para este animal de pelo; hay que esperar hasta marzo”, concluye Regazzoni. Entre otras curiosidades, en una época hacía la “pizza culera” (lamentablemente ya no está en carta). Sobre una masa de pizza colocaba papel film y una señora entrada en carnes posaba su trasero sobre la masa, masa que después horneaba y ofrecía a sus comensales.

Hasta hace poco tenía un tinglado con una parrilla al aire libre llamada El Mosquito, “una parrilla de obra”, un tanto precaria y donde se podían comer chorizos, morcillas y tiras de asado, pero la reciente obra vecina malogró su funcionamiento. Carlos sigue ofreciendo el copetín ferroviario, a base de vermú y fernet, además de vinos de la línea Norton.

Acá viene obreros y ricos; hay de todo. Desde empleados ferroviarios, curiosos, hasta algunos extranjeros”, cuenta el anfitrión. Ciertamente, no faltan los clientes locales ávidos de experiencias novedosas, artistas, músicos y algún extranjero bien informado que cae con la guía en la mano. En síntesis, como dicen los franceses es una experiencia para épater le bourgeois, o impresionar a los burgueses, en alusión a que maravilla a aquel que vaya con el preconcepto de que va a comer en un lugar ortodoxo…

El Gato Viejo está ubicado en Suipacha y Libertador; hay que ingresar por un costado, pegado a un alambrado. Abre jueves, viernes y sábados a partir de las 19.

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