El pasado 20 de septiembre fue el Día Mundial de la Paella, preparación levantina por excelencia. Los que me conocen saben de mi afición por ese plato que adquirí durante mi infancia en España, ya que mi familia y yo acostumbrábamos a pasar los meses de verano en un pueblito alicantino llamado Altea. Recuerdo, con gran fidelidad, haber comido allí las mejores paellas de mi vida.
Como casi todas las casas de la Costa Blanca, la nuestra tenía una huerta al fondo, rodeada de acequias que proveían agua casi en cuentagotas. En los surcos crecían tomates, calabazas y berenjenas. También había perales y almendros que en temporada acostumbraba a varear con mis amigos para hacer horchata. Un capítulo aparte merece la conejera, también costumbre de la zona, cuyos animales me despertaban sentimientos ambiguos porque a veces los veía retozar y jugar, y otras en el horno o la sartén.
Al igual que en el resto de la comarca, en casa preparábamos dos tipos de paella: la valenciana y la marinera. La primera se hacía con hortalizas de la huerta y conejo. Para esos menesteres usábamos una bombona de butano con un mechero especial. Recuerdo que era costumbre sofreír bien las piezas de conejo (o los pescados, según el caso), lo que hacía más sabrosa la paella, aunque en opinión de los mayores, más pesada. Por supuesto, se usaba arroz de las albuferas de la cercana Valencia.
Mi abuelo, mi padre y sus amigos se juntaban a la sombra de un algarrobo a tomar una copa de jerez o una “caña” mientras las mujeres preparaban el festín.
La paella marinera se elaboraba con los pescados y mariscos que nuestro vecino, el pescador Antonio Carro, traía todas las semanas. Don Antonio tenía un pesquero de mediana altura llamado Jonense, que se hacía a la mar los lunes y regresaba los viernes por la tarde.
Pero un día el mar obsequió al Jonense con algo más que los acostumbrados frutos: las redes de fondo subieron a la superficie parte de un naufragio romano. Al día siguiente, la entrada de la casa del modesto pescador quedó flanqueada por dos enormes ánforas de barro embellecidas por decenas de crustáceos que, con el paso de los siglos, se fueron adhiriendo a su superficie. Don Antonio nos regaló una boca de ánfora que aún conservo y me hace soñar. ¿Qué habrá guardado en su interior? ¿Aceite? ¿Vino?
Esas cosas no eran extraordinarias. En el vecino pueblo de Albir, una pala mecánica que trabajaba en un desagüe encontró una tibia. Resulta que el artefacto dio con un cementerio romano. Durante los dos veranos siguientes, mi padre me llevó regularmente al campamento de los arqueólogos a ver los progresos realizados en la excavación. Ocasionalmente la tierra regalaba a los agricultores que la roturaban, azada y capazo en mano, con algún denario o tremis visigodo.
También acostumbraba a tomar mi bicicleta e ir a jugar a las ruinas de un acueducto árabe donde los “chavales” de la zona revivíamos épicas batallas entre “moros y cristianos”.
Por estos y otros motivos, ninguna paella, por rica que sea, jamás podrá igualar a esas que de chico comía en Altea.
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